Gibraltar (Cádiz)

Gibraltar y el plan Cajal.

No pasa un día sin que al régimen de Franco le reciten los demócratas de todos los pelajes lo que don Luis Mejía le dice a don Juan Tenorio después de que éste haya seducido a su prometida: Imposible la háis dejado/ para vos y para mí. En este caso, es España la que hace el papel de doña Ana, España y todo lo que arrastra su historia, todo lo bueno se entiende, ya que todo lo malo y siniestro bien que se ocupan de reivindicarlo los demócratas, si no todos, al menos lo más zurdos, los más izquierdos, los más siniestros en una palabra. No es nuevo que de la Historia de España abominen los demócratas, pero hasta Franco los ha habido, aunque fuera a título individual, que procuraban hacer compatible la democracia con el patriotismo.
Cuando el vascongado Castiella, tal vez el último Ministro de Asuntos Exteriores a la altura de su cometido que haya tenido nuestra patria, hizo publicar el Libro Rojo sobre Gibraltar después de conseguir que las Naciones Unidas aprobaran la resolución 1514 (XV), hizo valer, entre las opiniones de destacados hombres públicos que reivindicaban el Peñón y denunciaban la afrenta permanente de la ocupación británica, las de notorios enemigos del régimen como Prieto, Madariaga, Araquistain y Sánchez Albornoz. Esto hoy sería impensable. Ya hemos visto y estamos viendo en qué ha quedado el patriotismo vociferante de correligionarios póstumos de Prieto y Araquistain a la hora de que su Partido capitule ante el separatismo.
El espíritu de la Transición, por llamarlo de algún modo, consistió en hacer todo lo contrario de lo que Franco había hecho, y lo que Franco había hecho no era más, en palabras del denostado Azorín, que España tuviera “conciencia de sí misma”, a lo que tendían, según él, “Joaquín Costa, Antonio Cánovas del Castillo y la generación del 98, de la que soy el último superviviente.” Lo que los partidarios de la reforma iniciaron con timidez, los de la ruptura lo harían con todo descaro y fue bajo el mando de éstos cuando se sustituyeron los símbolos del escudo nacional y se abrió la verja que Castiella hizo cerrar en cumplimiento del artículo X del Tratado de Utrecht y en espera de que el Reino Unido cumpliera la resolución 1514 (XV) de las Naciones Unidas. Y así fue cómo el pobre Fernando Morán pasó a ser, en las cancillerías europeas, como me dijo un periodista ginebrino, el “mejor Ministro de Exteriores que España había tenido en mucho tiempo”. Ponderar la gestión de Morán venía a ser, mutatis mutandis, como ponderar la de Gorbachov por liquidar y descuartizar el Imperio soviético o la de Carter por abandonar el Canal de Panamá, pero así es la Historia invertida que ahora se escribe.
No es ésta la primera vez que hablo de inversión de la Historia, o de la historiografía, corolario inevitable de la inversión de valores impuesta por el “espíritu inmundo del 68”. La política inspirada en estos valores tiene un lema sesentayochista que vienen haciendo suyo todos los demócratas; que es “la imaginación al Poder”, y en la última legislatura esa imaginación morbosa se desbocaría de tal modo que raro es el día en que la nación no se despierte con una novedad amenazante, como suele ocurrir en los procesos revolucionarios. El reconocimiento de facto de Gibraltar como nación independiente sería el remate de tanta ignominia si no fuera el principio de una serie de ignominias mayores. La capitulación ante los llanitos de Gibraltar coincide con la capitulación ante los separatistas de Cataluña y Vascongadas, pero es que además encaja en los delirios de la Antiespaña de toda la vida, que plasma como nadie en un libro el asesor de política exterior de la Moncloa, el diplomático Máximo Cajal, de guatemalteca recordación. Lo de Gibraltar es un primer ensayo a cencerros tapados de lo que, si es que el plan del susodicho diplomático se lleva a cabo, se podrá hacer con Ceuta, Melilla y Olivenza sin que se dé por enterada ni reaccione esa borreguil manada que llaman “la ciudadanía”.

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