Nacional catolicismo

LOS pedantes y tontilocos que tanto abun­dan en los medios de información es­pañoles -como, por otra parte, en el resto del «mundo libre”- nos están dando la tabarra con eso del «nacional catolicismo», considerándolo una de las rémoras más embarazosas de los cua­renta años en que los españoles, libres de las mojigangas demoliberales, pasa­mos del vagón de tercera y el cerrilismo al automóvil y la modernidad. Pero, por una vez al menos, tienen algo de razón. Porque no sólo en los cuarenta años, si­no desde que España es España, y mientras lo siga siendo, no es posible entender nuestro nacionalismo sin el catolicismo; ni, por otra parte, el catolicismo español sin una buena dosis de hispanidad o, como gustaba decir Orte­ga con un lindo vocablo, de españolía y es lógico que suceda así. Porque España se fue constituyendo a través de ocho siglos con la cruz de Cristo en las banderas, las armas y armaduras y, lo que es más importante, en lo más pro­fundo de los corazones. La Reconquista fue realmente una cruzada. Y no, como en otros países de Europa, aventuras exteriores y accidentales, sino algo ínti­mo, consustancial. Y, por si fuera poco, al terminar la Reconquista, España se lanzó a la nueva cruzada de la hispani­zación de América, que por el hecho mismo de ser hispanizada, fue cristiani­zada, proporcionándole a la Iglesia católica su máxima difusión y el mayor número de fieles de cuantos alberga en el mundo. Por eso, porque el catolicismo fue el alma de nuestra empresa históri­ca, es imposible desunir sin desvirtuar­los nuestro nacionalismo y nuestro ca­tolicismo. Lo que es difícil de entender por los pueblos que no pasaron por una misma experiencia. Sólo Polonia tiene un talante nacional parecido. Lo que permite que Juan Pablo II nos pueda comprender y valorar mucho mejor que sus predecesores en la Santa Sede.
Pero lo que de verdad irrita a los pe­dantes y tontilocos es que pueda persis­tir la religiosidad en nuestro nacionalis­mo, pese a sus esfuerzos por separarlos. Les parece, sin duda, intolerable que en el mundo secularizado que vivimos, donde Dios es un forastero y la Iglesia un embarazoso remanente, persista esa unión. ¿No se ha intentado por todos los medios en los siglos XIX y XX, que el na­cionalismo fuese el sucedáneo de la re­ligión: es decir, la religión de los que no la tienen? ¿Y los españoles -siempre llevando la contraria- se empeñan, pe­se a todo, en que subsista la vieja consustancialidad? No ha bastado, al parecer, que se separasen, como se decía antes, el altar del trono, la Iglesia del Estado, y que se elaborase una Constitución agnóstica y laica sin la me­nor referencia a lo que siempre fuimos , desde que formamos una nación y aun mucho antes. Y los pedantes tontilocos se rasgan las vestiduras ante tanta ter­quedad. Sin comprender que no son los españoles los tercos, sino la Historia. Y, aun más que la Historia, lo que podría­mos calificar de instinto biológico hispánico. Hay algo dentro de los hom­bres que no depende de la razón, ni de la educación, ni de las leyes: algo que va en la sangre. Pues en la sangre española va el catolicismo, lo queramos o no. Y esa fe ínsita y no siempre consciente, puede tomar, y de hecho ha tomado, formas aberrantes. Recordemos lo que decía Unamuno de los que incendiaban las iglesias o fusilaban las imágenes, que lo hacían porque se consideraban enemigos de Dios, que es una manera monstruosa a de creer en El. Lo verdade­ramente pavoroso no es que se quemen iglesias o se fusilen imágenes, sino que las multitudes se encojan de hombros y pasen de largo ante ellas.
Como los instrumentos de comunica­ción del «mundo libre», tanto de dere­chas como de izquierdas, están en las mismas manos y dicen las mismas co­sas, aunque con caras y palabras diferentes, nuestros pedantes tontilocos acaban por creerse su propia propagan­da y se encolerizan cuando la realidad no se pliega a sus designios. ¿Cómo? ¿A pesar de todas las leyes y permisiones amorales e inmorales, de la supresión de símbolos y ceremonias, de la escuela laica, el matrimonio civil, el divorcio, la pornografía, la homosexualidad, la toxi­comanía, y el aborto, muchos españoles aún sienten en su nacionalismo la pal­pitación de la religiosidad? ¿Nunca se­remos capaces de ser unos laicos de veras en los que la religión sea un simple suplemento que no estorbe a la ciuda­danía? Como decía Hamlet, hay en el cielo y la tierra más cosas de las que conoce nuestra filosofía, y una de ellas es, por lo que parece, nuestro nacional catolicismo. Que no es algo anacrónico, incomprensible, cerril, como pretenden sus caricaturistas, sino actual, lógico y de la más alta calidad. Ahora que los nacionalismos a palo seco comienzan a tener problemas en todas partes, y que parece necesario encontrar otras fórmu­las para la eterna simbiosis del ser hu­mano con su tierra y sus tradiciones, no se puede tomar a broma eso que llaman nacional catolicismo. Expresión mal in­tencionada, pero que encubre una pre­ciosa realidad. Si, por una vez al menos, llamamos a las cosas por su nombre, al nacional catolicismo lo que habría que llamarle es patriotismo católico. Que, aunque a los pedantes y tontilocos les parezca lo mismo, no lo es ni mucho menos.

Jesús SUEVOS
El Alcázar 26 de diciembre de 1986

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