Aurea memoria



El pasado martes 29 de mayo hice con mi hermano Victorio una visita a José Antonio Muñoz Rojas, que pronto cumplirá 99 años, en la Casería del Conde, Alameda, provincia de Málaga. Con ese pretexto reproduzco aquí algo de lo mucho que sobre él tengo escrito.
Aurea memoria
José Antonio Muñoz Rojas es el último poeta de un linaje que viene de antiguo, de varios linajes, pues si por un lado su fuente está en Pedro de Espinosa, por otro, y desde muy arriba, le viene la afluencia de los metafísicos ingleses, con Crashaw y Donne a la cabeza. Poeta y labrador, cuando el surco del verso le ha venido estrecho; cuando en él no le cabía la anchura del campo y sus cosas, tuvo que recurrir a la prosa, a una prosa tan rica como exacta para contarnos cómo son las rosas. En su visión del campo está todo lo mejor de la Alta Andalucía, desde Fray Luis de Granada hasta don Juan Valera. ¡Cómo se les parece a veces, aun sin haber sido fraile como el uno ni diplomático como el otro! Un manuscrito de Fray Luis se guardaba como oro en paño en su casa de Antequera, incendiada por la plebe en armas. Decía Heine que quemar un libro es quemar un hombre. Si así fuera, quemar un manuscrito de Luis de Sarria habría sido quemar un linaje, y bien sabemos que no fue así. José Antonio Muñoz Rojas logró salvarse de la quema y ahí está de nuevo entre libros y olivos, entre caballos y cipreses, fiel a una tradición que es, por un lado, la de la cruza angloandaluza; por otro, la de la Introducción al Símbolo de la Fe.
La aparición de La gran musaraña me permitió hablar de la buena memoria y el buen estilo de algunos ejemplares que quedan de la especie en extinción del hombre de bien. Pero esa lección, tan patente en La gran musaraña, latía ya en Las musarañas y sobre todo en Historias de familia. La reciente reedición de Historias de familia nos revela, más que nos recuerda, que José Antonio Muñoz Rojas fue, además de un fino y hondo y sabio poeta lírico, un narrador excepcional. Compárense los relatos de Muñoz Rojas con los relatos de los profesionales del cuento en los años de nuestra trasguerra. Buscarlos en las antologías de la época es como buscar en los tratados y enumeraciones de la novela de aquel tiempo obras como Miss Giacomini, El bosque animado o La vida nueva de Pedrito de Andía, a cuyo lado pondría yo Historias de familia. En este libro, Muñoz Rojas era demasiado joven como para hablar de sí mismo, y en cambio le preocupaba el tramonto de un mundo del que apenas si le llegaban ya rumores vagos, leyendas truncadas, imágenes borrosas y todas las impresiones que el niño recibe de un entorno que no acaba de entender y que su imaginación rehace a su gusto. Aquel Muñoz Rojas asombrado en las salas en penumbra de la memoria me hace pensar en una de las historias de fantasmas más asombrosas que se hayan escrito, que es Mademoiselle Christina de Mircea Eliade. Esa familiaridad nebulosa con antepasados de vida, si no novelesca, pintoresca al menos, pone en pie esa realidad y esa verosimilitud que son patrimonio del buen estilo y la buena memoria. La realidad se evoca a golpe de impresiones; más que sucesos, se cuenta el eco de los sucesos. Hay encuentros con bandoleros, miedos nocturnos, orgías domésticas, damas de carácter, maridos botarates, novias ideales que mueren o profesan en plena juventud, solteronas que hacen viajes imaginarios como el Des Esseintes de À rebours… En ese libro está además una de las mejores recreaciones del breve idilio que tuvo Lord Byron en Sevilla; otra hay, deliciosa también, en Sevilla en los labios, de Romero Murube
Cuando apareció en Málaga, reunida en un tomo voluminoso, la “poesía incompleta” de Muñoz Rojas, me vino a las mientes un verso de Pedro de Espinosa que en todo y por todo le era aplicable a él: “Con oro escribo y mucha Ceres leo”. Epígono inmediato de los poetas del 27, hay en sus primeros versos un surrealismo contenido por una sencillez expresiva que le viene de Antonio Machado, y en los “incendios de teatro” de la literatura de la época supo siempre encontrar el “ascua de oro” con la que siempre escribió mientras veía arder las rastrojeras en el libro abierto del campo. El barroco no podía serle extraño, y él lo sujetó al molde del soneto, y ahí está el soneto al Cristo de Velázquez, que deberían leer y meditar los graciosos que ironizan sobre la sonetería religiosa de la inmediata trasguerra. No sólo en el asunto, sino en su tratamiento, está otro de los poetas de cabecera de Muñoz Rojas: Unamuno, a quien llegó a conocer en Cambridge, y de quien aprendió a hacer belleza con el pensamiento. Un hombre que va camino del siglo y que no ha dejado pasar un día sin una línea, no tiene más remedio que tener una obra inabarcable. Incluso quien intentó abarcarla toda, como Cristóbal Cuevas, se vería desbordado por una obra posterior tan importante como Objetos perdidos. Sobre ese título, galardonado con el Premio Nacional de Literatura, no vale repetir los juicios críticos emitidos sobre la obra anterior del poeta. Todo aquí es nuevo en cuanto manera de expresión, ajustada a la angustia de la memoria que flaquea y de las preguntas últimas de la vida. Doy aquí el dato, a título de curiosidad, de que este libro de poemas está siendo utilizado a efectos terapéuticos por un joven geríatra madrileño. ¡Quién sabe cuántos sufrimientos se habría ahorrado eso que llaman la humanidad si los psiquíatras de los años 20 y 30 hubieran tenido en cuenta los Cuartetos de Eliot!
Muy joven era Muñoz Rojas cuando escribió, en la estela aforística de don Antonio: Caminitos del vivir, / tan ligeros al bajar/ y tan tardos al subir. Luego, ya en su madurez y en la misma estela, nos dejaría ese haiku entre las estrofas de una canción: Y el mirlo tan negro / al rayar el día, / solo en el albero. Del menor de los Machado aprendió además a distinguir las voces de los ecos; luego vendría Hopkins a enseñarle a distinguir entre los ecos, los de plomo de los de oro, y con ese metal noble ha ido haciéndose la obra de Muñoz Rojas, con el oro del ascua de Machado, con el del eco de Hopkins y con el que empleaba para escribir Pedro de Espinosa.

Comentarios

  1. "La especie en extinción del hombre de bien". Qué acertado. Y qué terrible, al mismo tiempo.

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