La Casa de Esteiró


La Casa de Esteiró

Yo tengo un recuerdo muy vivo del ciclón que se abatió sobre la Península Ibérica en el año de desgracia de 1941. Me encontraba en el pueblo de Zufre, en la serranía de Huelva, y desde la ventana del piso alto de mi tía Guadalupe contemplaba cómo un viento furioso iba poco a poco arrancando los ladrillos de la base de una chimenea hasta arrasarla por completo. Fue aquella noche cuando ardió la ciudad de Santander, en una combinación diabólica del fuego con el viento. Al fin y al cabo, yo estaba en la retaguardia, tierra adentro, pero al otro lado del Guadiana y en la abrupta costa atlántica, un niño de mi edad estaba en pleno ojo del tifón en un caserón entre gótico y victoriano, trasunto del de Cumbres Borrascosas, alzado sobre un promontorio rocoso a la desembocadura del Miño. Aun en tiempos normales, el viento y el oleaje hacían difícil conciliar el sueño en aquella mansión un tanto siniestra y cenicienta, pero aquella noche la furia de los elementos obligó a sus moradores a refugiarse en el sótano rodeados de cosas maravillosas como “bustos de terracota, estatuas de yeso, redomas de cristal y viejas arcas”. El viento se llevó todas las tejas y quebró todos los cristales, amén de destruir todos los pretiles de terrazas y azoteas, y al amainar el viento de madrugada, se acercaron unos parientes a la casa y hubieron de comunicar con ellos por una ventana, pues la puerta principal la habían atrancado con unas gruesas vigas para cerrarle el paso al vendaval. .

Tal vez sea éste el episodio más dramático con los que dan comienzo las Memorias* del diplomático portugués José Manuel Villas-Boas, de cuya hospitalidad disfrutamos en la Casa de Esteiró, la quinta con jardín murado en Camiña, a pocos pasos del estuario del Miño, del que la finca toma su nombre. José Manuel Villas-Boas ingresó en la Carrera Diplomática en 1953 y desempeñó a lo largo de su vida profesional cargos de responsabilidad tanto en el Palacio de las Necesidades como en diversas capitales de cuatro partes del mundo, una menos de las que abarcó Portugal hasta alcanzar, como diría Maeztu, su “límite de dilatación”. La parte del mundo en la que no tuvo destino fue América, por más que sus vínculos familiares y de otra índole con el Brasil fueran los normales de todo portugués de alta cuna. Portugal y España han tenido en los dos últimos siglos una historia paralela, de suerte que yo tengo la sensación de que mi vida corre paralelamente a la de portugueses con los que hallo grandes afinidades. Estas no se reducen a la experiencia del ciclón del 41, de una convulsión de la naturaleza, sino que incluyen avatares políticos de los que tan pródigo fue el siglo XX. En esos avatares tuvimos poco protagonismo los nacidos en el tercer decenio del siglo, pero el no ser sujetos activos de la Historia no significa que no fuéramos sujetos pasivos, y como tales nos hicimos hombres bajo sistemas de gobierno muy semejantes. Es asombrosa la semejanza de la Historia de Portugal y España desde la invasión francesa en adelante. La cuestión dinástica, la cuestión religiosa, la pugna entre integrismo y liberalismo, repúblicas, dictaduras… Si en algo difieren ambos países es en política exterior, cifrada en la alianza privilegiada de Portugal con Inglaterra y en el hecho de que su Imperio colonial sobreviviera en más de un siglo al español. A la democracia llegaron casi a la vez, de suerte que la carrera de Villas-Boas discurrió entre dos regímenes distintos y sin solución de continuidad. A mí me pasó algo parecido en la única carrera que he ejercido o intentado ejercer en España, que es la de escritor, y por eso entiendo la ecuanimidad con la que Vilas-Boas habla de sus jefes y compañeros, llámense Marcelo Caetano o Ramalho Eanes, Franco Nogueira o Melo Antunes.

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El padre de Nía, la gentil esposa de José Manuel, Luís de Almeida Braga, “integralista” portugués, más en la línea de Vázquez de Mella que de Maurras, sostenía que sólo una Monarquía representativa podía tener una política exterior digna de ese nombre, ya que la democracia da preferencia a las luchas interiores de los partidos sobre las cuestiones exteriores. Aun así, la carrera de Villas-Boas no pudo ser más brillante. Sudáfrica, Londres, Milán, Pekín, Moscú, Bruselas, ciudades todas de las que se trajo buenos recuerdos y de las que nos deja bellas descripciones, pues nuestro hombre es de esos que tienen una memoria positiva. Como hay gente que sólo se fija en lo desagradable y repulsivo, hay otra que busca lo atractivo y lo bello, y además lo encuentra, y eso se ve en la Casa de Esteiró, donde a los libros y los cuadros y los muebles de familia se suman las lozas chinas o inglesas, las tallas africanas o los grabados y miniaturas, las cristalerías de Bohemia o Murano, las figulinas art-nouveau Hay en la diplomacia puestos más exigentes que otros, como hay diplomáticos que saben hacer compatible
su celo burocrático con su curiosidad espiritual, y hay que decir que en estas Memorias no hay destino que quede mal parado, aunque haya que destacar Inglaterra y China, países que ejercen sobre todo portugués culto una especial fascinación estética e histórica. En el caso presente, hay además una fascinación lírica, pero algo más próxima, desde la orilla opuesta del Miño, la que infunde el espíritu de Rosalía desde las orillas del Sar

El jardín murado que rodea la propiedad con su vieja cancela que se abre y se cierra misteriosamente, pues su edad hace difícil concebir que obedezca a un mando electrónico, es otra obra de arte no se sabe si del hombre o de la naturaleza o simplemente del paso del tiempo: Fuentes y estatuas de piedra leprosa junto a setos de boj y limoneros, un riachuelo canalizado bajo corpulentos eucaliptos y camelias en flor, glicinias y hortensias, hojas caídas y charcos de lluvia reciente, senderos de grava… Misterio y bruma de leyendas antiguas como en los pazos gallegos en los que amaba y conspiraba el marqués de Bradomín quien, de haber nacido al sur del Miño, habría sido miguelista.



* José Manuel de Villas-Boas. Caderno de Memórias. Temas & Debates. Lisboa, 2003

Comentarios

  1. Preciosa evocación, Aquilino... Hay tantas quintas en la orilla portuguesa del Miño. Cuando vuelva este verano, me fijaré mejor al pasar por Caminha.

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  2. merece la pena la visita...

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