Retorno al páramo


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ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
Biblioteca pública, 7 de marzo 2012
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CEU Ediciones ha reunido en un libro las clases que el escritor Aquilino Duque (Sevilla, 1931) impartió en el seminario titulado Memoria y ficción en las letras españolas de trasguerra. Los que entonces lamentamos no poder acudir a aquellas sesiones estamos ahora de enhorabuena.

La intención del libro es la reivindicación de una serie de escritores que, por unos motivos u otros, pero principalmente políticos, no gozan de la consideración que merecen. Olvido que es la única explicación de que se moteje a los años que siguieron a la guerra civil como de “páramo cultural”. De tener en cuenta a aquellos escritores irrepetibles no se repetirían esos clichés perezosos. Por ese afán reivindicador, Aquilino Duque renuncia a dedicar un capítulo a Camilo José Cela, cuya fama —dice— habla por sí sola. Sí dedica capítulos, entre la evocación, la divagación y la crítica literaria estricta a José María Pemán (del que escribe: “Le salía todo demasiado bien como para no ser blanco de envidias, pero él era demasiado superior como para no sobrellevarlas con una benévola ironía”), a Ramón y don Ramón (Gómez de la Serna y Valle-Inclán, respectivamente), a Vicente Risco, a los hermanos Villalonga y a Rafael Sánchez Mazas.

La prosa de Aquilino Duque tiene el don de encanto o, más aún, poder encantatorio. El lector discurre por sus líneas ensayísticas y a ratos provocativas como si estuviese abducido por el más adictivo de los best-sellers. Todos los capítulos se leen con gusto, pero el volumen tiene su núcleo duro en la reivindicación de cuatro novelas que le apasionan particularmente y que nos insta a revisitar con la autoridad de su crítica y con el aperitivo de los ejemplos que nos ofrece aquí y allí.

Las novelas de su predilección son La puerta de paja de Vicente Risco, El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez, Bearn de Lorenzo Villalonga y Vida Nueva de Pedrito de Andía de Rafael Sánchez Mazas. Cita, elogia y recomienda muchas más, por supuesto, pero se nota un timbre de urgencia mayor cuando nos insta a recuperar éstas. De El bosque animado, dictamina que es “el mejor libro de prosa en español de la segunda mitad del siglo XX, mientras que Platero y yo de la primera”. No es elogio menudo. Dámaso Alonso hizo exactamente ése a José Antonio Muñoz Rojas en carta privada con motivo de la publicación de Las cosas del campo.

Ante la epopeya de Pedrito de Andía no puede dejar Aquilino Duque, llevado por el entusiasmo, de rememorar escenas y parafrasear diálogos. Explica muy bien los rocambolescos avatares editoriales y lingüísticos de Bearn y las vueltas que hubo de dar Lorenzo Villalonga al manuscrito y a las diferentes ediciones. Se ve en ese caso que el silenciamiento político no se ha producido solamente tras la transición, sino que coleaba desde mucho antes. Y se atisba una cuestión aún más inquietante y general: ¿por qué la buena literatura tiene casi siempre, incluso en los casos en que es, además, amena y amable, tantas dificultades para llegar al gran público?

Y otra cuestión más se plantea Aquilino Duque. ¿Fueron estas novelas la manifestación hispánica del fenómeno europeo (sobre todo francés e inglés) de una narrativa católica? Aunque sin duda son novelas católicas, no se las debería incluir en aquella tendencia europea. Para los españoles —para los españoles que nos ocupan, se entiende— el catolicismo se vive sin conflicto. No son novelas de duda católica, aunque lo sean de certeza y raíz. Y cita a Sánchez Mazas: “Lo más griego de mi novela es que sea católica. En general, el problema de todo gran poema, de toda gran novela y de toda historia humana es religioso. No digamos los antiguos con sus héroes pendientes de los dioses”.

Del ensayo de Aquilino Duque se sale con una larga lista de relecturas pendientes y con otra de descubrimientos por hacer. La fertilidad de aquel páramo parece inagotable. Viendo la pasión que despliega Aquilino Duque, uno recuerda la máxima crítica de E. M. Forster: “La prueba definitiva de una novela será nuestro afecto por ella”; y recuerda a Pedrito de Andía, y a Fendetestas, a Pilara y a Geraldo, y a doña Obdulia y al Marqués de Collera, y la comparte.

Enrique García-Máiquez
Enrique García-Máiquez es poeta.

5 Comentarios

  1. Publicado: 7 marzo, 2012 a las 12:48 pm | Permalink

    El bosque animado, desde luego, es una maravilla, tiene todos los elementos del encanto y la magia, sin perder socarronería, ironía y humor. No sé como no es más elogiada.

    Y la cita de Forster: exacta. Decía Borges -en esa entrevista de A Fondo- que, así como un poema de Quevedo es un “objeto admirable”, como una joya perfecta, Alonso Quijano -”que soñó con ser Don Quijote, y alguna vez lo fue”- y Sancho son amigos nuestros.

  2. Emilio Quintana
    Publicado: 7 marzo, 2012 a las 4:11 pm | Permalink

    A mí Miguel Vilallonga me gusta más que el hermano. Pemán vale poco. Pero de páramo cultural, nada.

  3. Publicado: 7 marzo, 2012 a las 7:12 pm | Permalink

    El bosque animado es delicioso, realmente. La única explicación a lo que planteas, Jesús Beades, es que en nuestro mundillo literario, aunque no haya meigas, haberlas haylas. O la santa compaña.

    Y una de las cosas más emocionantes del Diario de guerra de Lorenzo V. es que salta a la vista que él también prefiere a Miguel. A mí Miss Giacomini es otra novela que también me despierta un vivísimo afecto, pero no sabría preferirla a Muerte de dama.

  4. Publicado: 9 marzo, 2012 a las 7:58 pm | Permalink

    Fernández Flórez, Vicente Risco, Sánchez Mazas, Lorenzo Villalonga… sí. ¿Pemán? Por ahí todavía no paso. Miguel Villalonga no sé, pero es una laguna que tengo que cubrir pronto.

    • Publicado: 10 marzo, 2012 a las 7:40 am | Permalink

      Prácticamente, Rubén, tu “sí” coincide con el “¡sí, sí!” de este libro. Lo de las lagunas es mal irremediable: ahora yo tengo que leer a Risco y algo más de Miguel Villalonga, quizá su Autobiografía, si la encuentro. Precioso tu blog, por cierto.

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