Grandes Relatos

  • 3 feb. 2015
  • ABC (Sevilla)
  • AQUILINO DUQUE Premio Nacional de Literatura

GRANDES RELATOS


La historia de España era la historia de una decadencia que no lograron interrumpir ni Carlos III ni Cánovas ni Maura ni Primo de Rivera, hasta que con la II República la nación entró en barrena

EN una reseña harto desfavorable de un libro del hispanista Payne, el crítico, molesto por el poco caso que hace Payne de los tópicos habituales de la hispanofobia anglosajona, llega a sostener que, a partir del XVII, la «religión católica se esforzó en impedir la formación del Estado nacional y liberal que habría garantizado la preeminencia de España». Se cumple ahora el segundo centenario del primer intento serio de formación de ese Estado preeminente, cuya carta magna fue la Constitución de 1812, que salió adelante a pesar de los denodados esfuerzos de l a religión católica por impedirlo. Si se exceptúa la reacción fernandina propiciada por el Congreso de Verona, todo e l resto del siglo XIX y buena parte del XX se desarrolló la nación española bajo el signo del liberalismo y de la soberanía nacional con algún que otro tropiezo de poca importancia y una marcha triunfal que culminó en 1898 y aún se arrastró mal que bien hasta que con la II República entró en su recta final. Durante tres años, del 36 al 39, digan lo que digan los «bobos ojitiernos», como decía el Ridruejo falangista, la democracia liberal estuvo entre paréntesis (también en zona roja) y no había que ser zahorí para vaticinar, como lo hizo por cierto el republicano Chaves Nogales y diagnosticó el liberal Marañón, que venciera quien venciera, el liberalismo iba a ser sometido a una larga cura de reposo. Al dar por finalizada esa cura el «equipo médico habitual», los nuevos padres de la patria, a cual más justo y más benéfico, se lanzaron a devolver al pueblo soberano las libertades que éste dio a sí mismo, según la contradictoria jerga de la época, con el fin de que España recuperase la preeminencia de su pasado liberal sin el estorbo esta vez de la religión católica. María Zambrano, a la que un cura progre echó en cara que, pensando como pensaba, no estuviera con Franco, me decía en uno de sus dramáticos monólogos que por qué éste había tenido que interrumpir la historia de España. No le faltaba la razón. La historia de España era la historia de una decadencia que no lograron interrumpir ni Carlos III ni Cánovas ni Maura ni Primo de Rivera, hasta que con la segunda República la nación entró en barrena. Una de las interpretaciones del Fascismo italiano es la llamada «parentética» y es posible que nadie me contradiga si digo que también el régimen de Franco fue un paréntesis en la decadencia felizmente iniciada bajo los últimos Austrias. Al cerrarse ese paréntesis, ya nos fue posible a los españoles deslizarnos a pierna suelta por la rampa inclinada del progreso.
Desde la caída del Antiguo Régimen, del Despotismo Ilustrado o como se le quiera llamar, España no ha conocido más estabilidad ni más progreso que el que le han proporcionado regímenes autoritarios. Si se observa con detenimiento todo lo acaecido en España desde las Cortes de Cádiz y en particular desde que tenemos «libertades», que no es lo mismo que tener libertad, no hay que ser zahorí para abrigar graves sospechas sobre el sistema que esas libertades propicia. De las muchas definiciones que se han dado de la libertad, yo me quedo con la de José Martí, de que la libertad es el derecho de cada persona de cumplir con su deber. En el lenguaje popular, al menos en Andalucía, siempre se han confundido los conceptos de « deber » y « derecho», y era frecuente oír expresiones como « no tenía derecho a pagar esa multa», pongamos por caso, en el sentido de no estar obligado a pagar. Esa confusión ha llegado a erigirse en categoría jurídica, previo trasvase de contenidos, de suerte que el único deber del ciudadano es, como leí una vez en el tablón de anuncios de un ambulatorio andaluz, el «de exigir el cumplimiento de sus derechos», que son innumerables, como los mártires de Zaragoza. Se invierte así la máxima del pensador cubano y el deber es el derecho de cada cual de exigir sus libertades.
La única manera de mantener la fe en el progreso indefinido es llamar progreso al retroceso y eso explica que en la España de finales del XX y comienzos del XXI hayan intentado, en nombre del progresismo, retroceder a los tiempos de la Constitución de 1876 los «moderados» y a los de la de 1931 los «progresistas». A la vista está la preeminencia en el concierto de las naciones de nuestro Estado demoliberal y socialdemócrata, aunque sea en el subgrupo de los PIGS (acrónimo intraducible). Nada que ver, como puede comprobarse, con ese Grandioso Relato que, en los años de la «cura de reposo del liberalismo», se nos hizo creer a los españoles que era la Historia de nuestra patria.

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